martes, 24 de junio de 2014

Concursante #N3


            EL CLUB DE LAS 3 VIUDAS…Y UNA MÁS



Vivir en un pueblo de la vega murciana es tener garantizada cierta tranquilidad.
Salvando las fiestas locales, procesiones y otras celebraciones particularmente ruidosas uno puede disfrutar del cantar de los pájaros.
Esto sí, si no tienes la suerte de disfrutar de una intensa vida interior…esta paz podría llamarse aburrimiento.

Por fortuna, la vida social, los chismorreos, los comentarios del partido de futbol o de la cosecha de naranjas, siempre inferior a las expectativas, son una fuente inagotable de diversión.

En este pueblo murciano, encantador por cierto, unas señoras se habían organizado de la mejor manera.
Eran tres respetables viudas, y una cuarta que tenía el descaro de, todavía, tener marido.
La figura más destacable del grupo era doña Carmen, que usaba y abusaba de la superioridad de haber sido la esposa de un alcalde. El cargo de su cónyuge, fallecido diez años antes, le daba, según ella, cierta aura de respetabilidad añadida además del derecho de hablar ex cátedra, de la política y de los problemas del pueblo: “En tiempos de mi marido, no se hubiese aceptado ver nuestra plaza, nuestro bancos, ocupados por señores de acento exótico y pinta de indios selváticos, sin hablar de estos jóvenes melenudos que no respetan a nadie ni a nada”.
Doña Concha, cuyo marido había sido el feliz propietario de tierras extensas, soportaba bastante mal los aires que se daba su amiga, y, si no fuese porque la comparación hubiese parecido algo exagerada, se sentía  cercana a la duquesa de Alba, aún si, por sus tierras, no de podía atravesar toda España..
Doña Mercedes era la pobretona del grupo pero aguantaba con mucha dignidad vivir con una pensión mísera y compensaba su pobreza con una labia distinguida.
La gran superioridad de doña Fuensanta era el tener todavía marido, dueño del mejor “super” del pueblo. Las referencias constantes a este macho superviviente, irritaban sobremanera a sus amigas que si “mi marido” por aquí, “mi marido” por allá, cómo si este buen hombre no tuviera nombre.

Las jornadas de estas damas estaban planificadas y no dejaban sitio a la improvisación.
Después de un café, un cuidadoso acicalamiento y algo de tareas domésticas, se reunían para desayunar en la cafetería del Casino, con una vista inmejorable al trajín de la plaza.
El casino, una sala municipal algo cutre la verdad, tenía este nombre pomposo, por las partidas de Bingo que organizaba el señor cura por la buena causa: el arreglo de su templo algo desmejorado.
La cafetería no era gran cosa, los bollos del panadero eran frescos, el café aceptable pero, por encima de todo, el público podía demostrar unos genes definitivamente españoles y, en su gran mayoría, felizmente murcianos.
De vez en cuando, unos turistas extraviados rompían esta harmonía, pero se les toleraba, máxime si eran de tez clara
Después de un abundante desayuno, el apetito de nuestras heroínas explicando sus redondeces, se separaban…o no…para dedicarse a sus compras, fuentes inagotables de charlas ignorantes de las largas colas impacientes.
Los días de mercado ya no eran lo que fueron con los puestos invadidos de familias de pelo azabache y cara cetrina, quienes, si hablaban español, eran más extraños y menos tolerados que los visitantes del norte.
El aperitivo las encontraba en el bar de toda la vida, en la mano un vino dulce que templaba la fuerza de la cecina y de las almendras fritas.
Después de un contundente almuerzo en sus respectivas casas,  se quedaban con la justa energía para echarse en el sofá donde se adormilaban ante las tertulias rosas, que eran la quintaescencia del chismorreo.
Al fin venía unos de los momentos álgido del día, la partida de Canasta. Pintadas, con sus joyas puestas, cada día en casa de una, se entregaban con pasión al juego, con apuestas pequeñas por respeto a doña Mercedes y a su pensión.
La anfitriona se encargaba de los pastelitos, pero en el caso de doña Mercedes, las tartas eran caseras. Para no herir la susceptibilidad de su amiga, dichas tartas eran alabadas como si de manjares divinos se tratara.

No crea que sus vidas carecían de eventos. Cada boda de un conocido, o menos conocido, las veía, fueran o no invitadas, con casi una hora de antelación, sentadas con sus mejores galas, en la primera fila, relegando a los familiares más cercanos a peores sitios.
Estos últimos, nunca se hubiesen permitido la osadía de protestar o pedirles con educación que se movieran.
Pero a las bodas, preferían los entierros que no les obligaban a gastarse su dinero en regalos y les hacía sentirse deliciosamente vivas.
“Fíjate…era mucho más joven que yo…y aquí está. Bueno, su mujer estará contando el dinero de la herencia…si es que le deja la nuera…una desalmada”

También tenían ellas algún que otro retoño, pero estos vivían lejos, en Madrid algunos…y hasta en Barcelona donde sus nietos hablaban un idioma extranjero.

De vez en cuando, en verano, venía una tropa de teatro o algún que otro conjunto musical.
Las obras de teatro les resultaban a veces incomprensibles o de moralidad más que dudosa…aunque de vez en cuando, unas comedias insulsas merecían su aprobación.
En cuanto a la música, podía ser agradable pero a los conciertos les sobraban por lo menos media hora y se perdían a menudo el final sumidas en sueños agradables.

¡Pero no crean que las señoras no viajaban! Se iban cuatro o cinco veces al año a la capital, la suya, Murcia; habían organizado una excursión a Caravaca de la Cruz de donde habían vuelto santificadas; habían ido un fin de semana a Madrid que no les había gustado para nada… un caos, y estaban planeando un viaje largo de verdad a Santander.
Estos viajes les confortaban en la idea que vivían en el mejor sitio del mundo.

Esto  podría parecer una vida casi perfecta. Aunque ya tres de ellas no tenían marido, las menos afortunadas en su matrimonio habían llegado a la conclusión que a un viejo marido se le remplazaba de forma bastante ventajosa por una bolsa de agua caliente y una buena televisión.

Sin embargo a este cielo límpido se le acercaban negros nubarrones…

Algún evento que otro podía poner patas arriba  esta vida tan organizada y, desde luego, el más excitante eran las elecciones municipales.
Entonces nuestras heroínas, portadoras de los valores que hicieron en sus días de este país un imperio, entraban en batalla.
Les encantaban los “meetings” adónde iban, vestidas con sus mejores galas y con todas las joyas puestas, tales brillantes árboles de Navidad; les encantaba ir los días de mercado, distribuyendo estos panfletos a la gloria de su  bien amado alcalde; les encantaba  comentar, con total objetividad, el sentido común y la profunda honradez del jefe de su partido en su última intervención televisiva.
Por supuesto, fuerte de su pasado de mujer de un primer edil, doña Carmen, en estas ocasiones llevaba la voz cantante y toda opinión o sugerencia tenía que contar con su aprobación. Algunas raras veces sus amigas hicieron el valiente intento de demostrar un punto de vista propio, pero doña Carmen lo interpretó como un verdadero acto de rebeldía inaceptable por parte de su tripulación quien, si no sufrió la horca, tuvo que aguantar durante varios días  malas caras y reflexiones furibundas.
¿Para qué enfrentarse a su amiga si, en el fondo, les unía la misma sensibilidad, definitivamente conservadora?
¿Por qué pedir cambios si todo resultaba casi perfecto en su estado actual?

Y llegó el gran día.

Ya se habían encargado los manjares destinados en la alcaldía a la celebración de un éxito anunciado. El alcalde, todo sonrisa y amabilidad fue uno de los primeros en dejar su papeleta; la elegancia y los buenos modales de su esposa fueron muy comentados; en cuanto a su opositor, un joven cuarentón, arrogante y más falso que una moneda de veinticuatro pesetas, en el mejor de los casos, se le miró con está conmiseración que se dedica a los perdedores.
 Fue en este ambiente de optimismo y alegría que cayeron los resultados que hicieron el efecto de una bomba. Con una diferencia de setenta míseros votos, habían ganado…¡LOS OTROS!

Cuando a la mañana siguiente se despertaron las amigas, tardaron un momento en recordar cuál fue la catástrofe que se había abatido sobre su querido pueblo. Cuando el horrible recuerdo les asaltó, como movidas por un instinto primario, casi al unísono, el humilde trió de las seguidoras llamó a la puerta de Doña Carmen.
Esta última, con la cara lavada y el pelo mal arreglado las recibió con todas las muestras del dolor compartido.
Se sentaron en silencio en esta mesa camilla que había visto tantas alegres partidas de cartas. Después de no pocos hondos suspiros, doña Carmen se decidió a hablar:
“¿Qué vamos a hacer? ¿Qué va a ser de nuestro pueblo?
-Repartirán las tierras entre los peones, esto, seguro…lo hizo Fidel Castro, dijo Doña Concha con voz de ultratumba
-No creo que nacionalicen a los súper mercados, dijo doña Fuensanta, aunque estos rojos son capaces de todo.
-Lo seguro, añadió doña Mercedes con algo de satisfacción, es que no tocarán a las pensiones ni a las rentas más bajas.”
A estas palabras, las tres miraron a su amiga, con la mirada que tuvo que tener Cesar en su agonía  hacia Brutus o Jesús mirando con tristeza a Judas. La pobre señora bajo la cabeza:
“Lo siento, de verdad que comparto vuestra preocupación ya que sois mis amigas, pero sólo intentaba encontrar algo de consuelo.
-¡Qué consuelo puedes encontrar cuando todo el pueblo está amenazado! Se exclamó doña Carmen. Podemos despedirnos de la vida que aquí se disfrutaba, ¡ya lo veréis!”

Y efectivamente, unos cambios se avecinaban…
Lo primero que hizo el nuevo alcalde fue cambiar el nombre del veterano casino.
“¡Casa del pueblo!, ¡Se lo imagina! ¡Lo único que nos falta es que a la plaza del ayuntamiento la llamen “plaza de la revolución!” Así llegó doña Carmen a la partida de cartas del lunes en casa de doña Fuensanta.
“Desde luego no pienso ya poner los pies en este antro.
-¿Pero donde celebrará el señor cura el Bingo?
-Mi pobre Mercedes… ¡Afortunado será este buen hombre si no lo queman en la hoguera. ¿Qué respeto tienen esta gentuza por la religión? Bueno, si su Dios es Allá podrán rezar tranquilamente y hasta les pondrán una mezquita.”

Pero el señor cura siguió celebrando su Bingo en la Casa del pueblo y hasta consiguió un dinerito del ayuntamiento para su campanario.
Las señoras fueron en misión de combate a ver al buen hombre que les opuso unas explicaciones que en ningún caso podían ser excusas:
“Pero Doña Carmen, la casa del pueblo es del pueblo de Dios, y a Nuestro Señor le importa muy poco la política. El nuevo alcalde se mostro muy comprensivo ya que nuestra iglesia también es la suya.
En esta se bautizó, se enterraron a sus padres e hicieron la comunión él mismo y sus hijos.”
Al salir del presbiterio Doña Carmen fulminó.
“¡Un cura rojo, lo que nos faltaba! ¡Me parece que vendió su alma al diablo por cuatro perras gordas!”
Hasta para las fiestas patronales se llamaron a cinco melenudos que, en vez de esta hermosa música de la tierra con la cual se podían bailar unos buenos pasodobles, hicieron sufrir a los oídos sensibles con unos griteríos y ruidos, por lo visto muy del gusto de los gamberros borrachos. Música para los jóvenes dijeron… ¡menuda juventud! En nuestros tiempos….

El mundo de las señoras se hundía, y ni se percataban que en realidad, poco había cambiado el pueblo. Bueno, desde luego se hizo un centro deportivo de lo más moderno, y una piscina casi lujosa. Pero lo estropearon de forma estrepitosa, cuando, con una sonrisa melosa, se les acercó la mujer del alcalde, para incitarlas a participar en las sesiones de gimnasia para la tercera edad:
“Son perfectas para guardar la forma y sobre todo recuperar la línea.”
¡Pero que se creía la buena señora, con sus modelitos de Madrid y su pelo rubio platino! ¡Seguramente mataba a su marido de hambre para estar cómo un fideo!
Desde luego, no les gustaba el nuevo alcalde, demasiadas sonrisas, demasiado amable para ser honesto, pero a su mujer sencillamente no la aguantaban.
Algunos la encontraban guapa, cuando era solamente chabacana, pintada cómo un coche, carente de estas formas generosas que eran el orgullo de las mujeres de estas tierras.
Esta mujer, porque de señora no tenía nada, se había empeñado en poner un “cineclub”, donde se echaban unas películas incomprensibles, aburridas o sencillamente escandalosas.
Se implicó en la abertura de un centro de acogida para inmigrantes, donde podían recibir clases de informática o tener información de sus derechos.
“¡Informática! ¡No te digo! Si nosotras no tenemos ni ordenador y vivimos tan a gusto, ¿A ver de qué sirve la informática para recoger naranjas? En cuanto a los derechos…ya me decía mi padre, hombre de una sabiduría y moralidad intachable, que, antes de hablar de derechos había que cumplir con sus deberes.”

Y para colmo de desgracias, Doña Mercedes fue requerida en Madrid por una de sus hijas que temía para ella una vida demasiado solitaria.
“¡Una vida solitaria! ¡Qué tontería es esta! ¡Mucho más sola va a estar en Madrid donde no conoce a nadie, y con su hija, divorciada además, trabajando todo el día! Lo que pasa es que la niña necesita una muchacha y una tata que le salga barato.”
Pero la pobre Mercedes se tuvo que ir, muy a su pesar  a decir verdad, aunque quisiera mucho a su hija y a sus nietos.

   Fue entonces cuando la señora “alcaldesa” les propuso unirse a sus partidas de canasta que se habían quedado algo cojas.
“Es que la verdad, yo soy de Madrid (¡mentira! era de Alcorcón), y los días en un pueblo tan pequeño se me hacen largos. Mi marido tiene sus responsabilidades, mi hijos ya son mayorcitos, y no me veo haciendo ganchillo delante de la tele como mi abuela.”
A Doña Concha, a quien le encantaba el ganchillo y que había llenado camas, sillones y mesas de sus obras, esta explicación le pareció absolutamente ofensiva. Pero las amigas eran educadas y, la verdad sea dicha, no encontraron ninguna excusa irrefutable.
Y esto fue cómo las partidas de canasta llegaron a ser no un placer sino una obligación.

Para la primera, la nueva integrante propuso su casa.
Antes de llegar las amigas ya se habían prometido el no perder ni un ápice de la decoración del hogar del alcalde y de no tener ninguna indulgencia hacia las virtudes domésticas de su mujer.
Por fuera la verdad la casa no eran gran cosa, una robusta casa de pueblo, de buenas y sólidas piedras, de estas casas que los extranjeros encuentran tan deliciosamente típicas.
Pero por dentro las cosas cambiaban. Parecía nada más ni menos que una sucursal de IKEA, salvando algunos muebles heredados sin duda de los padres del alcalde.
“Ya ven que a mí me gusta lo moderno y algo minimalista (¿esto qué diantre significa?). No me gusta ver estas figuritas de porcelana tan cursis o la clásica colección de abanicos de la abuela. La casa de mi madre estaba repleta de figuritas de la Virgen, tapetes de ganchillo y cojines de “petit-point”, y decenas de marcos de plata con fotos… ¡No se podía una ni mover!”
Por supuesto, Cristina (este era el nombre de la mujer), estaba describiendo más o menos las casas respectivas de las tres amigas.
Silenciosas y algo molestas, se sentaron alrededor de la “mesa de juego”, una de estas mesas cuadradas con fieltro y portavasos incorporados.
Antes, habían podido constatar que la casa parecía limpia, pero la verdad, con una casa tan vacía, la limpieza tenía que ser poca cosa.

Y resultó que la anfitriona tenía mucha suerte en las cartas y no jugaba mal, y  cómo le pareció ridículo lo poco que solían apostar, terminó ganando un buen dinerito.
Gracias a Dios  llegó la hora de la merienda y hacía falta más que un mal día en las cartas para cortar el apetito de las amigas.
En seguida se propuso Doña Carmen para echar una mano (y de paso un ojo) en la cocina, lo que aceptó la señora de la casa de buen grado.
La cocina dejó a nuestra heroína atónita. Todo acero y blanco reluciente; ¡Ni una ristra de ajos colgando!; ¡Ni un cacharro de cobre reluciendo! ¡Ni un botijo esperando al sediento! De las vigas no colgaba ningún chorizo arrugado, ningún jamón desprendiendo este olor añejo a casa de toda la vida. De hecho esta cocina no olía a nada.
De una enorme nevera (“mi marido quería una nevera americana”), la anfitriona sacó dos bandejas, una con unos pastelitos muy pequeños, y otra con unos emparedados, no mucho más grandes. Las bebidas eran una limonada donde flotaban hojas de hierba buena y otro líquido color rosa que resultó ser zumo de sandía con fresas. 
En este mes de julio el calor apretaba, pero esto no impide que a una genuina española un buen café con leche le pueda parecer un néctar de dioses.
Al traer esta merienda espartana, la señora de la casa explicaba que intentaba siempre comer poco y cosas sanas, que no soportaba las bebidas del comercio y que le parecía importante intentar envejecer con dignidad y cuidando al cuerpo.
A las amigas les parecía hasta ahora que con buenos manjares y alguna que otra bebida estimulante, cuidaban divinamente de su cuerpo y de repente se sintieron viejas, anticuadas y gordas.
Comieron sin alegría los emparedados (“berro con mahonesa ligera”) y los pastelitos, (“de la mejor pastelería de Murcia”), regados con las bebidas (“tan sanas y llenas de vitaminas”), y se fueron silenciosas en sus respectivas casas.

Las tres amigas ignoraban lo que era una depresión, pero sabían reconocer una humillación. Esta noche se miraron en el espejo y, por primera vez en su vida no les gustó lo que vieron: unas casi ancianas, con unos rizos apretados, unas caras rechonchonas que acusaban profundas arrugas y unas carnes generosas que les obligaban a llevar vestidos amplios y zapatos cómodos. Mirando sus casas, se dieron cuenta que eran las mismas que las de sus madres y de sus abuelas, con tapicerías de flores, un montón de cuadros mediocres, figuritas, plata expuesta y nunca usada y montones de fotos de padres, abuelos, hijos, nietos, unas vidas acumuladas en una especie de rastro anticuado. Siempre se habían sentido, en este caos de recuerdos, rodeadas de viejos amigos, de buenos recuerdos…y de repente lo juzgaban, con ojos críticos. ¿No eran todos estos objetos poco más que la imagen polvorienta de un mundo ya muerto? ¿No tendrían que hacer tabla rasa de estas antiguallas? ¿Ya sólo eran unos vejestorios?
A los ojos de  Doña Concha, la más sensible,  asomaron unas lágrimas.

La próxima partida tenía que ser en casa de Doña Carmen, y esta perspectiva la llenó de angustia.
Empezó poniendo en su dormitorio la imagen de la Virgen de la Fuensanta que tronaba en su salón así como su colección de perritos de porcelana. Quitó los tapetes de ganchillo que protegían los brazos y la cabecera de su sofá de flores, y puso las fotos más antiguas en un cajón. (“Perdón abuelos, lo siento padres”). Se gastó un dineral en unos pastelitos que no eran de la mejor pastelería de Murcia e hizo unos emparedados de jamón york y lechuga. Pero, aunque accedió a hacer una limonada, se negó en prescindir del café con leche.
Este día el calor era verdaderamente asfixiante y el ventilador hacía un ruido algo chirriante.
“¡Esto es lo que hay niña! Pensó ella, y si no te gusta podemos perfectamente jugar sin ti.”
Cuando llegaron sus dos amigas, se dieron perfectamente cuenta de los cambios operados, pero se callaron y no hicieron ningún comentario, cosa poco habitual en ellas. Por fin llamó a la puerta la señora “alcaldesa”, y después de una rápida mirada al salón dijo:
“¡Qué casa más encantadora! ¡Me trae tantos buenos recuerdos de las vacaciones en casa de mi abuela!”
No hubiese podido hacerlo peor, y a la anfitriona le sentó a cuerno quemado.
Después de sentarse en la mesa camilla, la intrusa preguntó:
“¿No le parece algo incómodo jugar a las cartas en una mesa redonda?” Luego se secó la frente sudorosa y le recomendó a Doña Concha  aprovechar la oferta tan buena que hacia el “hiper” en aires acondicionados.
“Lo hemos puesto en todas las habitaciones y, la verdad, en esta región me parece casi indispensable.”
“¡La madre que te parió!”, pensó la dueña de la casa, saltándose, aunque fuera en pensamientos, todas las reglas de educación que se imponía.

Gracias a Dios, en esta tarde, las cartas no fueron favorables a esta mujer, y aunque la partida se quedó “en tablas”, fue un consuelo para las otras.
Cuando llegó la merienda, la anfitriona se temía lo peor pero, la verdad sea dicha, la intrusa se comportó…más o menos. Tomó un emparedado y dos pastelitos, alegando que estaba a régimen así que las amigas se tuvieron que adaptar y, a pesar del hambre que tenían y de la buena pinta que tenía lo ofrecido, fueron más que comedidas.


A partir de este momento, la vida de nuestras heroínas cambió. En vez de aceptar que eran sencillamente unas señoras entraditas en años, redonditas y felices, decidieron que había que ponerse al día.
¡Adiós a los desayunos en esta cafetería que había remplazado al casino!
¡Adiós a los aperitivos y a las buenas comidas! Hasta la siesta se vio como algo pecaminoso.
Se matricularon en las sesiones de gimnasia para la tercera edad, y hasta fueron al menos una vez por semana a la piscina, apretadas en unos bañadores más parecidos a fajas que a trajes de baño.
Renunciaron a las emisiones de corazón, obligándose a limitarse a los documentales de la 2.
El marido de Doña Fuensanta protestó que su mujer le quería matar de hambre y que los documentales de animalitos no le dejaban dormir tranquilamente. Pero se encontró frente a una adversaria implacable y tuvo que matar el hambre en la trastienda del “super” con unos congelados o latas que, aunque decía a los clientes que esta cocina moderna les evitaba el engorro de pasar tiempo guisando, tenía que reconocer que eran un asco.
Compraron una mesa cuadrada que no admitía falda ni el brasero tan agradable en los meses de invierno y dejaron las figuritas y las fotos de los padres y abuelos en sus dormitorios o escondidas en cajones.
Perdieron algunos kilos pero sobre todo perdieron su alegría. Ya no se les podía oír riéndose a carcajadas limpias con unos chistes, en general muy malos. Ya no se pasaban las horas hablando con este o el otro en la calle para enterarse de los chismes del pueblo. La verdad eran sombras de ellas mismas. Sus conciudadanos estaban algo preocupados y no reconocían a las que habían conocido alegres, seguras de ellas mismas y a veces algo insoportables…pero preferían las de antes.

Seguían las partidas de carta, pero ya no eran una deliciosa rutina amistosa sino sólo unas partidas de cartas.                                                                                                                    No se podía en estos momentos comentar los chismes locales o los de algún famoso, ya que la señora “alcaldesa” los encontraba una solemne tontería…hasta llegó a hablar de ellos como del opio del pueblo. Es que la buena señora había estudiado aunque tenía cierta tendencia en manipular a Marx a su antojo.
Para celebrar su santo (¡Desde cuando los rojos celebraban su santo!), organizó en su casa una fiestecita con gente “bien” del pueblo; hasta se dignó a invitar al jefe de la oposición y antiguo alcalde y al cura.
Las tres amigas fueron, luciendo sus mejores galas , Doña Fuensanta acompañada deu   su marido algo recalcitrante. Había un buffet de lo más lujoso: salmón, caviar que resultaba ser huevas de Lumpo y hasta  “Foie” francés, todo regado con “Champagne” del mismo origen. Es que la señora había vivido hasta los tres años en Francia donde emigraron sus padres, y estos tres años le habían marcado para toda la vida.                         Cómo acostumbraba, el buffet fue lujoso pero escaso y, cuando los invitados después de cumplir con las marcas de educación más exquisitas volvieron a sus casas, más de uno tuvo que matar el hambre con un buen bocadillo de jamón regado con un Jumilla que no tenía nada que envidiar a los caldos franchutes.
Pero, después de esto, las tres amigas llegaron a la conclusión que eran ellas unas pueblerinas paletas.                                                                                                                  Transcurrían los meses y sólo un milagro hubiese podido salvar a las amigas  de una verdadera depresión, esta que sólo se puede permitir la gente de las revistas.

Y Dios en su bondad, decidió arreglar este desastre.

Doña Mercedes, nunca se había podido acostumbrar a la vida en la capital y un buen día apareció en el pueblo, con la firme intención de no dejarlo nunca más.
Lo primero que hizo fue llamar a la puerta de su amiga Carmen.
Cuando la vio no pudo evitar una exclamación de asombro.
“¡Querida, que te ha pasado! ¡No estarás enferma!
- En absoluto, todo lo contrario, estoy teniendo una vida sana, hago deportes y casi no como.
- ¡Deportes! ¡A nuestra edad! ¿Y cómo es que casi no comes? ¿Y todas las cosas tan monas que tenías en la casa?”
Sin contestar, Doña Carmen llamó por teléfono a las otras…y cuando llegaron, Doña Mercedes no se podía creerse el cambio tan drástico que habían sufrido sus viejas amigas.
Por única respuesta a sus preguntas y a su preocupación, se contentaron con suspirar.
“¡Da igual! Para celebrar mi vuelta, esta tarde partidita en mi casa.”
Las otras se miraron dubitativas.
“¿Tal vez habría que avisar a Cristina?
- ¿Quién es esta Cristina?”
Fue en este mismo momento cuando Doña Carmen recuperó la cordura: “¡Qué diablos! ¡Desde luego que no! ¡Ni Cristina ni puñetas! (con perdón). No la necesitamos para nada, y todas preferimos jugar con Mercedes. ¿Ah que sí?”
Una ola de emoción les embargó y, todas se abrazaron con lágrimas en los ojos
La partida en casa de Mercedes fue una autentica delicia, con apuestas pequeñas, comentarios del último “Holá” y una merendona que se zamparon con alegría y sin la menor sombra de arrepentimiento.
Explicar a la mujer del alcalde que había vuelto su amiga y que no podían dejarla  después de tantos años de fiel amistad fue bastante fácil.
Las figuritas, la Virgen de la Fuensanta, las fotos de los abuelos recuperaron el sitio que nunca tuvieron que dejar.
Las mesas cuadradas se regalaron a la “casa del pueblo” para que los viejos puedan jugar cómodamente al Tute o a los dominós.
Renunciaron a la gimnasia para la tercera edad, pero no les disgustaba darse de vez en cuando un chapuzón en la piscina cuando el calor apretaba.
Los tapetes de ganchillo volvieron a adornar los sillones y las mesas de camilla…y, sobre todo, las amigas pudieron por fin disfrutar de la buena vida. ¿Cómo habían podido ser tan tontas como para privarse de unos buenos bollos, de la cecina, las almendras y el vino dulce y de sus  queridas meriendas con chistes malos y buenas carcajadas?

Desde luego tuvieron que separarse de estos vestidos algo ajustados que ya no le entraban, y sus arrugas mejoraron de forma significativa con el relleno adquirido. Y cuando se miraban en el espejo, veían lo que había que ver: unas señoras, entraditas en años, algo regordetas y felices.

Así termina, con final feliz por supuesto, este trocito de vida en un encantador pueblo de la vega murciana donde da gusto comer, reír y divertirse con buenos amigos. En él, la política puede llegar a ser una diversión  y los cambios tardan un poco más en notarse que en otros lugares menos afortunados.

¿Para qué cambiar lo que es casi perfecto?


AUTOR: @mlarderius

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