lunes, 6 de julio de 2015

Una imagen en Sepia

Releyó por última vez aquellos trazos irregulares de tinta desvaída que había transcrito en las primeras páginas de su cuaderno, ajado por el uso. Hacía ya demasiados años, no recordaba exactamente cuándo. Sus anotaciones, a lo largo de su vida, habían devorado paulatinamente aquel bonito ejemplar, adquirido una lluviosa tarde otoñal en París. La recordaba como si le hubiese pasado hace unos días. Para protegerse del feroz aguacero, se introdujo en el primer establecimiento que encontró a su paso en la búsqueda desesperada de cobijo. Aquella vieja librería mostraba en un pequeño estante una rica variedad de cuadernos y plumas de los que se enamoró al instante. A pesar de que llevaba empapado el traje, se dirigió al dependiente que lo observaba perspicaz tras unas pequeñas gafas de concha. Sacó un arrugado billete del bolsillo e hizo que le preparase un paquete con varios de aquellos cuadernos. Le habían acompañado desde entonces. Volviendo al presente, deslizó suavemente su sarmentoso dedo sobre aquellos caracteres al tiempo que susurraba lentamente uno de los mantras que habían guiado su procelosa existencia. “Para todos los males, hay dos remedios: el tiempo y el silencio.” Paladeó el exánime sonido que sus labios pronunciaron.

El silencio, pauta obligada en su delicado oficio, se había convertido en su fiel aliado. Lejos de aquellos remordimientos de juventud, que le impelían a contarle a cualquier colega los desmanes que hubo de cometer para sobrevivir, hacía mucho tiempo que se había reconciliado con la prudencia. Por otra parte, el tiempo había terminado por soterrar muchas de las cicatrices de su espíritu, incluso aquéllas que estuvieron a punto de hacerle cometer alguna tropelía. Dumas tenía razón cuando escribió esa frase y, sin saberlo, había sido su secreto confidente y leal compañero de viaje.

Cerró el cuaderno y se deleitó contemplando la fotografía una vez más, posiblemente la última. Aquel recuerdo, inmortalizado en la imagen sepia que le había acompañado, muda y cómplice, durante las últimas décadas, sería lo último que sus gastadas pupilas contemplarían. Era su homenaje postrero a un tiempo que prefiguraba todo lo que había llegado a ser en su vida. No representaba un final rastrero para lo que había sido su azarosa biografía. Algunos colegas suyos no habían disfrutado de una despedida tan apacible y discreta. Por tanto, a fin de cuentas, se podía considerar un hombre afortunado.

Aspiró con delectación el áspero aroma que emanaba de la taza humeante que cobijaba entre sus manos. Para conseguir el resultado esperado había tenido que vaciar completamente la botella de elixir que guardaba celosamente en su armario en previsión de que su uso fuese necesario algún día. Ahora lo era. Las infusiones, desde su temprana juventud, fueron su perdición. Paradógicamente, esta última sería su salvación. Todo menos aguantar la molesta e indecorosa agonía que le aguardaba sin remisión alguna. Las olía y saboreaba con esmero y cariño. No había viaje del que volviese con las manos vacías. Siempre había un hueco en su pequeña bolsa para un paquete que contenía la más rara de las hierbas del lugar; algunas fragantes y con propiedades balsámicas, otras con sabores imposibles e inexplicables.



Amante de la escenografía hasta el final, se recostó plácidamente sobre la deslucida alfombra oriental que presidía su pequeño salón, recuerdo de uno de sus primeros viajes al continente asiático. Lenta y ceremoniosamente, se acercó la taza a sus labios y sorbió sin premura el tibio elixir aromatizado que le permitiría alcanzar la liberación. La imagen de la foto le devolvió una mirada cómplice mientras que, mansa y apaciblemente, se fue quedando dormido.



Autor: William Bakerville


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